por Eduardo Grüner *
de la edición del lunes 16 de mayo de 2011 - Página/12
1. ¿Cuántas historias hay en la Historia? Desde 1492, una sola: se ha naturalizado que la Historia –y ni siquiera toda ella, sino la de las clases dominantes– de la humanidad es la historia de una pequeñísima porción de ella (véase cuánta superficie ocupa Europa en el mapamundi), y la de una concepción, o una “filosofía”, de la historia, que es muy, pero muy reciente (no más de 500 años: para la historia total de la humanidad, como decir hace cinco minutos). Con una típica operación de fetichismo ideológico, esa pequeña parte se ha transformado en el sentido común del todo. En nuestras escuelas secundarias, por ejemplo, se sigue enseñando la “Edad Media” como uno de los grandes períodos de la Historia: los grandes terratenientes y la servidumbre de la gleba, los conflictos de la aristocracia feudal con la monarquía centralizadora, los de esta última con el papado, las cruzadas y las guerras de religión, etcétera. Todas cosas, evidentemente, que no pueden faltar en la formación de un adolescente. Ahora bien: ¿qué diantres puede querer decir todo esto para los bantú del Africa subsahariana, para los chipaya del altiplano boliviano, para los tunguses de la estepa siberiana? Es decir –si continuáramos la lista de todas las sociedades y culturas históricas que no han atravesado aquellos procesos–, de algo así como el 90 por ciento de la humanidad (incluyendo a una buena parte de Europa, especialmente oriental, cuyo “feudalismo” fue radicalmente distinto del de Inglaterra o Francia). En fin, que una pequeñísima porción de esa humanidad, como decíamos, ha logrado construir la “evidencia” de que su historia es la Historia sin más. Esto solía tener un nombre prestigioso, más o menos acuñado por Gramsci: “Hegemonía cultural”. Semejante hegemonía –que afecta nada menos que a toda nuestra mismísima idea de la historia en su conjunto– sólo pudo imponerse gracias a la conquista y la colonización multisecular, que “redondeó” al mundo “bajo la mirada de Occidente” (para citar un famoso título de Joseph Conrad). A esta altura, ya no hace falta seguir argumentando el carácter genocida de esa (bien llamada) “empresa”: un genocidio “objetivo” que es el más gigantesco que haya conocido la historia humana, causando el desastre no sólo de un continente, sino de dos, ya que tal “empresa” incluyó asimismo la catástrofe demográfica de buena parte de Africa mediante la esclavitud. Pero quizá sí sea necesario seguir argumentando las diversas formas en que ello implicó también un no menos gigantesco etnocidio o “culturicidio”. También fueron “colonizadas”, y en muchos casos directamente “desaparecidas”, las otras lógicas históricas, culturales, económicas, políticas, religiosas, artísticas o poéticas que esa diversidad casi infinita de sociedades representaban. Esa primera “globalización” empobreció la variedad civilizatoria con su unificación forzada bajo la lógica hegemónica y bajo el tiempo “homogéneo y vacío” (diría Walter Benjamin) de la expansión mundializada del capital. Como afirma, si bien refiriéndose a la destrucción del politeísmo, Sergio Bergallo, en un notable libro titulado La destrucción de los dioses: “Milenios de sabiduría, de caminos abiertos para el género humano, fueron literalmente sepultados”.
2. Entre esos “caminos abiertos” ahora sepultados estaba, por supuesto, el de los qom/tobas, así como el de cientos y cientos de esos pueblos que, en efecto, estaban ab origem (en el comienzo). Allí había, por ejemplo, mitologías y cosmogonías que no por no responder al logos hoy totalmente tecnificado de la ciencia moderna dejaban de bucear en el sentido de un universo enigmático. Pero también había –porque para ellos formaba parte de una totalidad compleja y diversa pero integral– formas de producción, de cooperación social, de organización política y económica sustantivamente democráticas que incluían un profundo respeto por la tierra y la naturaleza, y que eran desde ya estructuralmente incompatibles con el avance del capital agrario transnacionalizado, de la invasión sojera, de la minería contaminante, de la especulación territorial y financiera global. Tenían que ser sepultadas, y lo fueron. Se perdió así un “modelo”, entre tantos otros posibles, radicalmente alternativo a “lo que hay”. Un modelo que –como explicaba el heterodoxo antropólogo francés Pierre Clastres– no es el de una sociedad sin política, sino el de una sociedad contra la política entendida como el gerenciamiento represivo de los negocios de las clases dominantes; no una sociedad sin “excedente de producción”, sino contra el excedente de producción que implica la mercantilización de todo lo existente y el consumismo desenfrenado. Que se nos entienda bien. No se trata de hacer demagogia romántica, de alucinar un retorno a algún paraíso del “buen salvaje” (que bien puede ser la versión “progre” del etnocentrismo colonial). Pero sí de entender, mediante el “caso” qom, tomándolo como “analizador”, que en nuestro planeta puede haber otras cosas que el “modelo” capitalista/neodesarrollista, que podrá tener algunas ventajas respecto del neoliberalismo conservador más (él sí) “salvaje”, pero que no por eso deja de pertenecer a la misma lógica de destrucción de lo que no se someta a ella. Las comunidades qom –así como tantas otras, insistimos– han perdido la mayor parte de sus tierras, han sido dispersadas, “desterritorializadas” (como gustan decir los “pensadores” posmodernos, creyendo que eso es siempre algo bueno; y quizá lo sea... en París), sus miembros se han visto obligados a “ingresar” al mercado de superexplotación de la fuerza de trabajo. Por la puerta más chica, claro: en general, pasando a formar parte de la ocupación “informal” (una palabra repugnante por su frivolidad: como si se dijera que se visten “informalmente”), es decir fuera del mundo, que todavía está rayana en cerca del 40 por ciento de la fuerza de trabajo. Eso, en el mejor de los casos; en el peor, condenados al hambre, la miseria, la desesperación dentro del (in)mundo. Y, como se ha visto en los últimos meses, al asesinato sumario. Caídos en lo peor de todos los infiernos: tras el despojo, el racismo, y tras este desclasamiento, aún antes de haber entrado a su nueva “clase”, y finalmente la liquidación física. El punto de cruce perfecto entre la “historia” de medio milenio de genocidio y la “modernidad” de la explotación clasista más actual. Lo de los qom no es una anécdota o un conflicto coyuntural: es un símbolo universal.
3. En este diario, en los últimos días, se publicaron dos muy atendibles artículos sobre el problema qom, a cargo de Washington Uranga y de Mempo Giardinelli. Son atendibles, entre otras razones, porque sus autores se declaran simpatizantes, en muchos aspectos, del actual gobierno argentino. Sin embargo, no retroceden ante el imperativo de una dura crítica a las máximas autoridades de ese gobierno por su silencio ante las justísimas demandas qom. Es un rasgo de encomiable consecuencia, o, como se decía en otras épocas, de coraje cívico. Demuestra que un intelectual puede y debe ir más allá de sus adhesiones inmediatas cuando hay que poner el dedo en una llaga dolorosa. Pero me permito, muy humildemente, proponer que hundamos el dedo a fondo. Hasta el codo. Y me temo que entonces tendríamos que decir algo bien antipático y aguafiestas: con cualquier variante del actual “modelo” de acumulación capitalista mundial –y nuestro país sigue estando, con sus peculiaridades, allí, ¿o no?–, el problema qom no tiene solución de fondo posible. Se puede, y se debe, pelear para que las autoridades nacionales los reciban, los escuchen, les den, sí, la razón que ya tienen, les devuelvan sus tierras, lo que fuera. Tal vez, incluso, todo eso se consiga –aunque habrá que luchar muchísimo–. Pero en algún momento nos encontraremos con un paredón infranqueable: en lo inmediato, será con el sistema de alianzas políticas y económicas que esas autoridades no parecen muy dispuestas a romper, incluyendo a alguna gobernación que es por lo menos políticamente responsable de los despojos y las muertes; en lo más mediato, con aquel “modelo” de acumulación que lleva inscriptos constitutivamente estos agujeros negros (el de los qom es sólo uno) que está “por naturaleza” incapacitado para clausurar. La “mancha” qom sobre la 9 de Julio es un corte a los entusiasmos desmesurados y acríticos. Es así. Habrá que hacerse cargo, y extraer las consecuencias que cada cual crea pertinentes.
4. En todo caso, hay una de esas consecuencias que ya no se puede ocultar más: el Occidente capitalista del cual seguimos, con los matices que se quieran, formando parte –no se ha escuchado todavía que el “modelo” contemple la alternativa de lo que Samir Amin llamaba la “desconexión”– está entrando en estado de crisis terminal, como se puede leer todos los días en las noticias europeas o norteamericanas. El colapso económico –que aceleradamente, también todos los días, precipita en la pobreza a las masas más desprotegidas de los imperios– se combina siniestramente con la exacerbación del racismo, frecuentemente homicida, contra la inmigración proveniente de aquellas otras “historias” que esos imperios fagocitaron. Ellos tienen sus propios qom. Mientras tanto, las cosas realmente interesantes, la posibilidad de nuevos “caminos abiertos”, también se está gestando en ese “afuera” de las otras historias, aun con todas sus contradicciones, incertidumbres, brumosidades: en las rebeliones del mundo árabe (que también son, o pueden devenir, rebeliones contra ese Occidente capitalista que durante décadas sostuvo a los déspotas sobre sus barriles de petróleo), o en los esfuerzos latinoamericanos –ante todo de los pueblos, más que de los gobiernos– por interrogar críticamente todo lo que en las últimas décadas parecía no tener vuelta, y por recuperar la multiplicidad de sus historias plurales. Tal vez el camino, alguna vez “abierto”, del Occidente único amo de la Historia haya empezado también a sepultarse, esta vez por sus propias manos. Ojalá –porque no es cuestión de celebrar ningún desastre de manera unilateral e irresponsable– que de ese hundimiento podamos rescatar los caminos que siempre permanecerán abiertos si sabemos recorrerlos a nuestra propia manera: los de Homero, Shakespeare, Miguel Angel o Beethoven, por decir algo. Y de los qom.
* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-168236-2011-05-16.html
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